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Jun. 14th, 2010 01:15 pmYa era casi Navidad cuando caminaste hacia el templo y prendiste las dos velas para pedir tus deseos, como buena hija pródiga de la deidad, que parecía mirarte con sus ojos de cobre entre la ternura y el reproche, tan digno de una madre generosa e inspiradora. Prendiste una vela por tus propios escritos: era una costumbre del invierno en la época. La otra fue por él, aunque fuera un bastardo petulante y no le importaras en absoluto desde que se codeaba con los poderosos y vivía en una mansión con un ser corrupto que se cubría con piel de visones y sonreía como una Barbie de plástico, tanto botox en sus facciones. Recordaste que te gustaron sus primeros poemas, que fue por eso que lo amaste antes de conocerlo, cuando eras solo una niña que se hacía pasar por su hermana mayor para que le dieran trabajo escribiendo en revistas. Lo amaste como se aprietan las líneas dolorosas de un destino siniestro contra el pecho que no ha tenido muchas experiencias, pero arde de deseo por ellas. Su perfección se desvaneció como humo en el aire cuando lo conociste y fueron amantes o casi, porque era la clase de persona que se odia profundamente y cuyas relaciones netamente reflejan bálsamos que aliviaban sus inseguridades, sin curarlas del todo. Se separaron entre gritos y sollozos. Le dijiste que no tenía ningún talento, él te dijo que poseía docenas de chicas igual de idiotas y creídas que tú, así que eras prescindible. Aún así, compras las revistas en las que sabes que escribe y esperas sus libros. Años más tarde, rezas por su ingenio y te parece lo mínimo que puedes hacer, después de los amarres de amor al principio y las muñecas de vudú que utilizaste después.